El auténtico sentido de la palabra sacrilegio...
Si algún sentido tiene la palabra sacrilegio para mí, este artículo de Tabucchi, que copié de Cambalache 3,14 - La vidriera irrespetuosa, da un ejemplo detallado, completo, bien fundado que lo ilustra.
PISA - Los antropólogos nos enseñan que a menudo una civilización puede llegar a estructurarse en torno a un producto de la tierra (una planta o un fruto), el cual, por la importancia de su uso, acaba convirtiéndose en símbolo de esa misma civilización. Así ha ocurrido, por ejemplo, con el grano de arroz en las civilizaciones del Extremo Oriente, con la mazorca de maíz en las antiguas civilizaciones de Hispanoamérica, con el coco y el eucalipto en Oceanía o con el dátil y la palmera en África.
La planta por excelencia de la civilización mediterránea (y de buena parte de Occidente) es, sin duda alguna, el olivo. Y ello hasta tal punto que, si la madre naturaleza no lo hubiera producido, nuestra cultura, tanto en sus símbolos como en el arte y las tradiciones que la caracterizan, tendría hoy valores y formas muy diferentes. Tomemos, por ejemplo, la tradición judeocristiana: en la Biblia, la paloma enviada por Noé fuera del arca después del diluvio trajo a su regreso una rama de olivo en el pico. Era el signo de la paz con Dios, porque el aceite “apacigua las aguas”, alimenta, aplaca y proporciona combustible para las lámparas sacras. El aceite sirve, asimismo, la unción de los reyes, de los sacerdotes y de los enfermos. Mesías, en el lenguaje bíblico, quiere decir “aquel que ha sido ungido”, es decir, consagrado (la palabra hebrea es Mashiah). En el cristianismo, el aceite de oliva mezclado con los bálsamos se denomina crisma. Se utiliza en la confirmación, en la ordenación de sacerdotes, en la unción de los enfermos.
Uno de los olivares más antiguos de la Tierra se encuentra en Delfos, y desde Amfissa, a los pies de la montaña, se extiende a lo largo de varios kilómetros para llegar casi hasta el mar. Delfos fue el más importante lugar sacro de la civilización griega. Era la sede del templo de Apolo, dios de la luz, en el que la pitonisa emitía sus oráculos. Punto de encuentro de todas las ciudades griegas del Mediterráneo (desde Asia Menor hasta Italia, desde la Península Ibérica hasta el norte de Africa), era, por lo tanto, un importante centro económico y político también. Allí se hallaba el omphalós, la piedra que simbolizaba el ombligo del mundo, consagrado a Gea, la diosa de la Tierra. Debo confesar que jamás había experimentado un sentimiento de lo sagrado tan intenso como el día en el que, en compañía de un amigo griego, pude recorrer en coche la carretera que cruza el milenario bosque de olivos de Delfos. En mi caso, se trataba de un sentimiento de lo sagrado totalmente laico y terreno, que implicaba fundamentalmente respeto, afecto y reconocimiento hacia toda una civilización y una historia que en cierto modo son aquellas a las que pertenezco.
Pero no quisiera callar otro aspecto, quizá menos noble, pero no por ello menos importante, de aquella experiencia mía. Me estoy refiriendo a cuando, haber atravesado en coche los siglos, llegamos a Galaxidi, a orillas del mar, nos sentamos a la mesa de una taberna y pudimos degustar una ración de aceitunas de Amfissa y ver cómo nos servían un plato de pescado aderezado con ese mismo aceite. Las aceitunas de Amfissa son enormes y de sabor dulce, y su aceite es de los más finos y exquisitos: con unas pocas gotas, hasta una simple rebanada de pan se convierte en un alimento digno de un rey. Este aceite ha nutrido a centenares de generaciones, a través de las mejores y las peores épocas de nuestra historia. De él se puede uno fiar.
Me gustaría hacer un sincero llamamiento al solícito funcionario de Bruselas responsable de semejante idea. Estimado señor funcionario de la CE –le diría-, me doy perfecta cuenta de que en su concepción de la vida las leyes del mercado son sacrosantas. Sin embargo, y pese a que dichas leyes no tengan en cuenta ni la paloma de Noé, ni al Mesías, ni el templo de Apolo, ni a la pitonisa, ni la cama de Ulises y Penélope, se lo ruego, permita que nuestros olivos sigan viviendo en paz hasta que decidan morir por su cuenta. Es verdad que nuestra época se caracteriza por ser de las más desventuradas, pero francamente, me parecería ya demasiado cruel, y tal vez hasta vergonzoso, dejar en herencia a los habitantes del próximo milenio los sagrados kiwis de Delfos.
© La Nación
(Traducción de Carlos Gumpert)
Los sagrados kiwis de Delfos
Por Antonio Tabucchi
La Nación, 18-09-2000PISA - Los antropólogos nos enseñan que a menudo una civilización puede llegar a estructurarse en torno a un producto de la tierra (una planta o un fruto), el cual, por la importancia de su uso, acaba convirtiéndose en símbolo de esa misma civilización. Así ha ocurrido, por ejemplo, con el grano de arroz en las civilizaciones del Extremo Oriente, con la mazorca de maíz en las antiguas civilizaciones de Hispanoamérica, con el coco y el eucalipto en Oceanía o con el dátil y la palmera en África.
La planta por excelencia de la civilización mediterránea (y de buena parte de Occidente) es, sin duda alguna, el olivo. Y ello hasta tal punto que, si la madre naturaleza no lo hubiera producido, nuestra cultura, tanto en sus símbolos como en el arte y las tradiciones que la caracterizan, tendría hoy valores y formas muy diferentes. Tomemos, por ejemplo, la tradición judeocristiana: en la Biblia, la paloma enviada por Noé fuera del arca después del diluvio trajo a su regreso una rama de olivo en el pico. Era el signo de la paz con Dios, porque el aceite “apacigua las aguas”, alimenta, aplaca y proporciona combustible para las lámparas sacras. El aceite sirve, asimismo, la unción de los reyes, de los sacerdotes y de los enfermos. Mesías, en el lenguaje bíblico, quiere decir “aquel que ha sido ungido”, es decir, consagrado (la palabra hebrea es Mashiah). En el cristianismo, el aceite de oliva mezclado con los bálsamos se denomina crisma. Se utiliza en la confirmación, en la ordenación de sacerdotes, en la unción de los enfermos.
El ombligo del mundo
En la Grecia clásica (al igual que en la civilización latina, posteriormente), el olivo poseía un estatuto privilegiado que alcanzaba incluso a la esfera del mito (Atenea, diosa terrestre, llevó, en pugna con el dios del mar, Poseidón, la planta del olivo a la Acrópolis) y que concernía a lo sagrado, a las empresas memorables o a las distinciones honoríficas. De este modo, las estatuillas de las divinidades domésticas eran talladas en madera de olivo, el bosque sagrado de Olimpia era un olivar, a los vencedores de los Juegos se los recompensaba con ramos de olivo, los embajadores llevaban también ramas de olivo y el lecho nupcial de Ulises y Penélope estaba excavado en el tronco de un olivo.Uno de los olivares más antiguos de la Tierra se encuentra en Delfos, y desde Amfissa, a los pies de la montaña, se extiende a lo largo de varios kilómetros para llegar casi hasta el mar. Delfos fue el más importante lugar sacro de la civilización griega. Era la sede del templo de Apolo, dios de la luz, en el que la pitonisa emitía sus oráculos. Punto de encuentro de todas las ciudades griegas del Mediterráneo (desde Asia Menor hasta Italia, desde la Península Ibérica hasta el norte de Africa), era, por lo tanto, un importante centro económico y político también. Allí se hallaba el omphalós, la piedra que simbolizaba el ombligo del mundo, consagrado a Gea, la diosa de la Tierra. Debo confesar que jamás había experimentado un sentimiento de lo sagrado tan intenso como el día en el que, en compañía de un amigo griego, pude recorrer en coche la carretera que cruza el milenario bosque de olivos de Delfos. En mi caso, se trataba de un sentimiento de lo sagrado totalmente laico y terreno, que implicaba fundamentalmente respeto, afecto y reconocimiento hacia toda una civilización y una historia que en cierto modo son aquellas a las que pertenezco.
Pero no quisiera callar otro aspecto, quizá menos noble, pero no por ello menos importante, de aquella experiencia mía. Me estoy refiriendo a cuando, haber atravesado en coche los siglos, llegamos a Galaxidi, a orillas del mar, nos sentamos a la mesa de una taberna y pudimos degustar una ración de aceitunas de Amfissa y ver cómo nos servían un plato de pescado aderezado con ese mismo aceite. Las aceitunas de Amfissa son enormes y de sabor dulce, y su aceite es de los más finos y exquisitos: con unas pocas gotas, hasta una simple rebanada de pan se convierte en un alimento digno de un rey. Este aceite ha nutrido a centenares de generaciones, a través de las mejores y las peores épocas de nuestra historia. De él se puede uno fiar.
Plantas diabólicas
Hace ya algunos años, los sacerdotes de una joven disciplina de origen norteamericano, los llamados dietólogos, difundieron por toda Europa sus teorías acerca de los daños que el uso del aceite de oliva podía provocar a la salud. Y nos ponían en guardia frente al olivo, casi como si se tratara de una planta diabólica. Las desmesuradas plantaciones de tristes girasoles que cruzan hoy nuestras autopistas son, en parte, consecuencia de aquella campaña terrorista. En cualquier caso, hasta para personas poco duchas en las leyes del mercado como yo, no resulta difícil comprender que las preocupaciones de aquellos sacerdotes no se referían exactamente a nuestra salud. Y tal vez se deba a esas mismas dificultades mías para descifrar las llamadas leyes del mercado, pero lo cierto es que no he sido capaz de comprender una circular de la Comunidad Europea, dirigida al Ministerio de Agricultura griego, cuya lectura he podido realizar recientemente gracias a algunos amigos de aquel país. En ella se aconseja al gobierno griego, dado que su aceite no resulta “competitivo” en los mercados frente al aceite español e italiano, que proceda a abatir el olivar de Delfos, a la vez que se recomienda situar en su lugar una estupenda plantación de kiwis, fruta muy apreciada hoy en día en las mesas de todo el mundo.Me gustaría hacer un sincero llamamiento al solícito funcionario de Bruselas responsable de semejante idea. Estimado señor funcionario de la CE –le diría-, me doy perfecta cuenta de que en su concepción de la vida las leyes del mercado son sacrosantas. Sin embargo, y pese a que dichas leyes no tengan en cuenta ni la paloma de Noé, ni al Mesías, ni el templo de Apolo, ni a la pitonisa, ni la cama de Ulises y Penélope, se lo ruego, permita que nuestros olivos sigan viviendo en paz hasta que decidan morir por su cuenta. Es verdad que nuestra época se caracteriza por ser de las más desventuradas, pero francamente, me parecería ya demasiado cruel, y tal vez hasta vergonzoso, dejar en herencia a los habitantes del próximo milenio los sagrados kiwis de Delfos.
© La Nación
(Traducción de Carlos Gumpert)
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