lunes, 27 de marzo de 2006

Ventana al mundo.

Flores rojas, seis, y un billete de autobús del año ochenta. El marco, de madera, el cristal brilla. Sobre la mesa sirve como escape, como ventana diminuta, pero firme, permanente, fiable, que al país de los sueños brinda acceso. El dibujo infantil, el relleno, la textura cambiante de la cera sobre el papel manchado, el trazo firme, decidido, bailando a jugar de lado a lado, arriba y abajo, en cada esquina mostrando su azul y el fondo blanco.

Allí debe haber vida, se ven, verdes, unos ramajos discretos que destacan bajo las flores, dándoles sustento. Debe haber agua, o humedad, suficiente como para aguantar más de un día, tal vez una semana. El problema es llegar, quien sabe, sabe... y no puede contarlo, porque es inútil la palabra si esto se ignora. Dicen unos que hay que entrenarse duramente, otros que sólo hay que entregarse, que creer los terceros y, algunos otros, que rogar el acceso a un rayo justiciero, a un dios o a un demonio.

Nunca lo sabré, porque una tarde paseé entre esas flores sonriente, manché mis pies de cera, respiré del color que me invadía, sentí tanto y tan alegre... y para no olvidarlo, cogí el mundo, el azul y las seis flores, y lo metí todo en este marco.

Ahora busco la llave del cristal que tapa el mundo, dejando que vea lo evidente, mientras me impide el paso. Pero, ¿es el cristal el que lo impide?, ¿tal vez la madera que circunda?, ¿el cartón que respalda la imagen?... Tal vez el dolor, el daño, el miedo a perder lo perdido, a ganar y quedarse, a ser amado, a reverdecer, a sentir algo distinto de esta sombra en el ánimo, a bañarse en las aguas de Maxaranguape, a dejarse llevar por un impulso, a seguir una idea que, firme en la creencia, pone en juego...



Estuve allí, salí, y no puedo decir que echo de menos lo que incapaz me siento de traer a la memoria. Sólo sé que en la noche escribo, con sueño, un sueño, y no sé si el cristal me impide el paso o soy el cristal que a ambos lados mira.

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