Estoy leyendo estos días el Diario de una abuela de verano, de Rosa Regás. Es un libro curioso y adictivo en el que se mezclan sentimientos personales, experiencias de la convivencia de la autora con sus nietos y todo tipo de reflexiones sobre la actualidad política, social, nacional, internacional... sobre cuestiones como la guerra, la explotación, la economía, las desigualdades, la violencia, las cuestiones de género, la memoria de nuestro pasado cercano...
En el capítulo 17 hay una reflexión sobre el siglo XX, que surge de una pregunta de un niño, que es difícil no suscribir, en la que se mezcla lo negativo y lo positivo, el horror y la crueldad y los avances... y que termina:
Y sin embargo el siglo XX, con sus horrores y sus incongruencias, con sus nuevos fanatismos que han venido a sustituir a los antiguos, con su indiferencia y frialdad ante el descalabro del entorno, con su dolor universal, es el siglo que me vio nacer, el siglo en el que yo más habré vivido, en él he amado y aprendido y llorado. Casi la vida entera es para mi el siglo XX. ¿Cómo podría renegar de él? Pero al mismo tiempo, ¿cómo no hacerlo?
Rosa Regás, Diario de una abuela de verano,
Barcelona, Círculo de Lectores, 2004, pág. 184
Yo deseo vivir el siglo XXI al menos tanto como el siglo XX (soy bastante más joven que Rosa Regás), por eso me llamó también la atención especialmente lo que podríamos llamar su
Manifiesto para el siglo XXI:Para el futuro, para el siglo XXI, el siglo de la vida de mis hijos y mis nietos y de todos los que me sucederán, quisiera un mundo donde reinara la palabra y el placer. Donde el celuloide y la virtualidad fueran métodos de conocimiento y ocio y no contenidos últimos, más firmes que las ideas, más absorbentes y dominantes que las creencias. Un mundo en el que la información dejara de ser un rosario de noticias de igual valor e intensidad que se suceden raudas como las horas sin dejar más que una estela de polvo y de olvido. Quisiera un mundo que se hubiera hartado del consumo y de la estupidez, con hombres y mujeres que cifráramos nuestra dicha en algo que no fuera el dinero, la posesión y el éxito conseguidos a cualquier precio, que supiéramos envejecer sin prótesis y con dignidad, que no encontráramos el techo de nuestro valor en la vanidad, que no fuéramos carne de cañón de manipuladores de las conciencias, que viviéramos conscientes del dolor ajeno, solidarios y generosos.
Quisiera un mundo con gentes libres, dispuestas a compartir e interesadas en la cosa pública y social, con políticos que tuvieran imaginación, voz convincente y discurso templado y perspicaz, que fueran dialogantes y comprensivos, que hablaran del bienestar y de la educación, de la sociedad laica y de la escuela pública, de la justicia y de las oportunidades de los ciudadanos sin otra ambición que enderezar los problemas de sus pueblos.
Quisiera un mundo donde se hundiera de una vez el poder de los rostros invisibles que controlan y manipulan los mercados financieros y especulativos a su antojo para establecer y apoyar nuevas alianzas políticas que les permiten seguir acumulando bienes, poder y riqueza, aún a costa de la miseria de las tres cuartas partes de la humanidad. Que fueran vanas las palabras y las amenazas de los que cryéndose portadores de verdades eternas sumen en la angustia y esclavitud las almas de los hombres.
Quisiera un mundo donde la decencia prohibiera matar y fabricar armas, donde no hubiera lugar para los hombres cuyas riquezas excesivas bastan para solucionar la vida de un continente entero. Un mundo donde la hermandad, la justicia, la libertad y la inteligencia superaran la ambición, el poder y la mentira, donde se hubiera erradicado la violencia, y no corriera la sangre ni de inocentes ni de culpables.
En fin, quisiera un mundo donde cada semana hubiera poetas que homenajear, poetas que recordar, poetas que aplaudir, poetas que amar, y pintores y escritores y políticos y campesinos y ganaderos y cineastas, y actores, inventores, funcionarios o viajeros, y que esa ola de memoria y de amor se expandiera como las galaxias de un universo sin agujeros negros que nos redimiera a todos del temor a la muerte que nos espera, inexorable, cualquier día de este siglo XXI.
Rosa Regás, Diario de una abuela de verano,
Barcelona, Círculo de Lectores, 2004, págs. 185-7