viernes, 15 de diciembre de 2006

Merluza. Un cuento en LA ZANCADA.

En La Zancada, la revista del año 80 del siglo pasado de la que hablaba en el post anterior, también salió este pequeño relato en el que la opresión, el mobbing y la capacidad de estropear los placeres que tienen las malas experiencias repetidas aparecían en una versión directa, simple, verbalmente... bueno, no había cumplido aún los dieciocho.

MERLUZA

El hombre aprovechó su último bocata de merluza congelada. Pasaría tiempo antes de volver a probarlos. El jefe de la sección era un buen tipo pero, como repetía constantemente, no quería líos con el inspector. Cuando terminó de comer bajó la escalerilla de metal que conducía al despacho del jefe, abrió la puerta, como siempre, sin llamar, y dejó allí una sonrisa gastada, tal vez demasiado usada, oliendo a merluza. Dio un mal paso al no llamar, cínicamente apostado la recogió un inspector-portafolios. El portafolios con bigote vomitó la sonrisa, indigestible para su severidad centralista, y —con ella— unas palabras: ‘sección C, nivel 4, caldererías’.

El hombre cerró la puerta con furia, era una de las peores secciones, el nivel cuatro … ¡pasarle esto a él! Subió la escalerilla de metal y cogió sus guantes. Entró en el montacargas, pulsó el número cuatro.
El hombre entró en la cantina del nivel cuatro. Pegó un puñetazo en la tapa de la máquina de música, miró como se encendía un letrerito rojo: “select one song”. Pulsó dos botones, el camarero lo miraba. Tomó vodka solo, de un solo trago. Mientras, sonaba Lou Reed: “Caroline says …” Terminó la canción, se tomó otro vaso, se marchó sin pagar. El camarero lo miró irse tranquilamente, tomándose su vaso de droga.
El hombre se acercó a un cartel de información, buscó el despacho del encargado. (Se veía un pequeño diseño en colores). Pasillo rojo, segunda desviación verde, puerta cinco. Entró sin llamar, como de costumbre. El secretario y la encargada estaban semidesnudos en un sillón. Tosió sin dejar de mirar. El secretario se levantó y se fue. La encargada lo miró interrogante, tenía unos hermosos ojos.
El hombre no estaba contento con su nuevo trabajo. Apaleaba trozos estropeados de merluza congelada a un gran horno. El vapor de la congelación ardía en el fuego violeta y el aire hedía a merluza podrida. A lo tres meses, por razón desconocida, fue devuelto a su anterior trabajo. Dejó la pala en el almacén de material, se duchó y volvió a entrar en la puerta cinco. La encargada estaba sola. Hizo el amor con ella, le dio asco, algo olía a merluza.
El hombre salió del montacargas, bajó la escalerilla de metal. Saludó a su antiguo jefe, puso el pie derecho sobre el portafolios en señal de agradecimiento. Intentó tomarse un bocata de los de antes del horno, no pudo: vomitó.

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